La pared roja
- Christian Andrade Brito
- 12 jul 2022
- 2 Min. de lectura
Actualizado: 17 may
Después de la escuela no había ley ni orden, aunque tal vez sí, pero no autoridad con más de diez años de edad. En las tardes predominaba el libre albedrío. José María era el sánduche de la casa. Solía jugar con sus hermanos, Santo y Trapito, en el angosto patio, que estaba lleno de tierra, y correr —sin mirar al frente y peor a los lados— por los extensos pasillos atezados.
El chillido de la cremallera de las mochilas sonaba o bien en la mañana para revisar que no faltasen cuadernos antes de tomar el bus, o bien en la noche —minutos antes de que apareciesen sus padres— para reconocer que no habían hecho nada. A esa hora, las paredes temblaban cuando se abría la puerta chueca de tabla.
—Llegamos cansados, la casa sucia y no han de haber hecho los deberes —gritaba su padre, mientras los tres se escondían detrás del rabo de su madre.
Una tarde de lluvia, José María corrió y corrió atrás de su hermano menor, Trapito. El mayor apareció sin dar aviso por una de las puertas de cuarto que daban al pasillo mágico —diseñado para sus largas carreras y persecuciones— y alzó una diminuta figura azul.
José movió atléticamente su mano izquierda como si fuera a recibir el testigo. De un pique y un salto llegó fundido a la meta del largo callejón. Golpeó en el suelo, y al instante chilló más fuerte que la cremallera de su mochila. Abrió su mano y el juguete azul, que creyó robarle a Santo, ahora era rojo.
Nunca se habían topado con algo así: color blanquecino. Llegaba hasta la grasa. Evocaron a su memoria los remedios caseros que la abuela había experimentado en ellos: granulado de café instantáneo, unas gotas de limón, papa pelada. Pero no cicatrizaba. Esta vez no era una rayadura de escuela o parque.
Antes de que la puerta de tabla se abriese, descartaron cientos de excusas hasta llegar a culpar a la desnivelada pared. Un pedazo de cemento, que salía de los puntiagudos ladrillos, ahora sería el autor del crimen. Pero antes, excavaron en el patio, sepultaron la cuchilla azul, y borraron cualquier vestigio que pudiera traicionarlos.
El interrogatorio fue amplio, de ida y vuelta de la clínica para José María. Pero ni cada agujazo —de los doce puntos que le suturaron— le hizo hablar. Habían jurado no delatarse nunca.
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