Del campo a la ciudad
- Christian Andrade Brito
- 21 jun 2022
- 2 Min. de lectura

Nació en el punto más cercano al sol: la montaña Chimborazo. Antes de los 5 años ya vestía con poncho de agua, sombrero y bota de caucho. Los estornudos del páramo —acompañados de rayos de sol— le diseñaron unos tinturados cachetes rojos, en sus primeros años de escuela.
Baltazar dormía con sus tres hermanos mayores en la misma cama. Habían pasado generaciones enteras por esa yacija: su padre, abuelo, bisabuelo. La pata derecha superior estaba carcomida; había sido desde siempre el lugar favorito de todos porque los soplidos del páramo no alcanzaban allá. Pero ahora era el más temido, a ninguno le gustaba despertar con el cuello encorvado.
En sus primeros días de escuela caminó dos horas de ida y dos de regreso. Meses después, amarró unas sogas —mojadas y con lodo— a la llama y cabalgaba hasta su aula de adobe. Cuando recién se había acostumbrado a las clases, sus hermanos se casaron para buscar una oportunidad en la capital. Su padre —antes de que el sol se abrazase con los vientos del páramo— subía caminando hasta 5.000 metros de altura acompañado de un burro y un pico oxidado. Regresaba con ocho bloques de hielo, perfectamente cortados y envueltos en paja del páramo. Los vendía en el mercado central donde preparaban los tradicionales rompe nucas.
Un día, su padre partió al alba y en la tarde solo regresó el animal. Baltazar tuvo que cambiar la llama por el burro. Más tarde, prometió que a los 18 años abandonaría el oficio de hielero para probar suerte en la ciudad. Se fajaba para mantener la casa —y para un par de cervezas y alcohol de contrabando—.
—Solo tomando con esos compinches —le gritaba su madre—, así nunca has de ahorrar ni un rial, malcriado.
Un domingo temprano de chuchaqui escuchó los megáfonos de la radio comunitaria:
—Únete pueblo, únete a luchar contra este Gobierno, antipopular.
Se sumó a la marea de gente que marchaba con paso firme a la capital. Baltazar no sabía bien por qué protestaban. Algo había escuchado sobre el feriado bancario, pero seguía sin comprender porque en su casa habían vivido siempre del truque.
En la Plaza de la Independencia se dieron los primeros enfrentamientos. Baltazar entró en primera fila. Con una franela mojada se tapaba el rostro para no tragar el humo de las bombas lacrimógenas. En las esquinas de la calle, con una lampa andina, sus compañeros sacaban trozos de adoquín para lanzar contra los policías. Con escudos de plástico o cartón se defendían, supuestamente, de las balas de goma. Una pegó en el ojo derecho de Baltazar, perdió el equilibrio en una redada y cayó a una zanja. Fue el muerto número 18 de aquellas protestas.
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