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La Ciudad Sagrada

  • Foto del escritor: Christian Andrade Brito
    Christian Andrade Brito
  • 13 nov 2022
  • 3 Min. de lectura

Tomado de: Pinterest / Mi Viaje

En las calles nadie veía al piso, su rojo mareaba. Peor a los lados, era pecado. Los pies se alzaban poco en cada zancada, había riesgo de resbalarse como en las orillas de los riachuelos donde el lodo es traicionero. El camino no siempre era regular, escondía piedras espinosas para los bulliciosos. Había que pisar sin pisar.


Victoria sabía, desde pequeña, que no debía salir de casa como perro enjaulado. Si quería entrar a la Ciudad Sagrada, había que andar sin distracciones. Aunque lo más duro no era el camino, sino las horas y días de espera en los puestos de control.


Allí, el sol no era condescendiente, caía a picada contra devotos y no devotos acompañado de mosquitos asesinos para los que no cubrían su cuerpo hasta los tobillos, cuellos y muñecas. Las mujeres alzaban como vuelo de murciélago la parte trasera de sus velos para formar una sobrilla humana donde los niños pudiesen descansar. El sudor de los 40 grados servía como pegante entre una y otra.


Adelante, estaban los hombres que clamaban por un turno para sus familias. Las leyes de ingreso dependían del ánimo del soldado que custodiaba la puerta principal de madera. Cuando Victoria había preguntado por el tamaño de esa puerta, su madre la regañó. Eso es sagrado, nadie ve más que al frente, le había contestado. Desde ese día, que recibió el castigo de no ir a la Ciudad Sagrada hasta que esté limpia de pecado, no volvió a mirar con curiosidad. Sus ojos fueron perdieron agilidad, los entrenó para que no se muevan del frente.


A sus 7 años, fue por primera vez a la Ciudad Sagrada, y ya sentía músculos en su cuello. Siempre erguida la cabeza, se repetía, cuando ya perdía autoridad sobre su cuerpo por el sol que la exprimía sin complacencia. El soldado les dijo que no pueden cerrarle los ojos a la Ciudad Sagrada. Sus largas pestañas no aguantaron el vendaval de agua que chorreaba como cascada desde su frente. Sus ojos —ese día— aprendieron a nadar en sudor.


Para los que querían atajos hacia la Ciudad Sagrada, solo estaban los inmortales cielos. Hasta el aire había sido preso de los infinitos muros que cercaban las comunidades de Victoria. Una ocasión, el aire intentó entrar por las alturas y terminó ahogado. Los valientes que lograron trepar hoy son parte del agua roja que corre bajo la ciudad.


Cuando por fin escucharon el sonido de un balido de cabra vieja, supieron que era la puerta apolillada que les daba la bienvenida a la Ciudad Sagrada. Hasta el viento tomó vida, corrió como velocista por las cabezas de los moribundos devotos. Victoria alzó la cabeza, sus ojos bailotearon, y miró sin recelo como dado en juego.


Su madre la tomó del brazo, adelante Omar, su padre, les hacía espacio. Cuando entraron las calles silbaban, los patios se movían al ritmo del derbake, los camellos saltaban, las montañas aplaudían lanzando polvo, las plantas lloraban chorros de alegría, mientras las mariposas danzaban dabke. Victoria fue la primera que regresó a ver con júbilo a su gente; mientras todos caminaban más lento, casi sin asentar los pies, nerviosos sin entender el retozón de la ciudad.


Los guardias se apresuraron a calmarlos, ¿pero a quién? Solo había devotos andando con la mirada hacia el frente. La ciudad continuaba en gozo, cada pisada de la comunidad era como una cosquilla en el estómago. Los soldados se exasperaron, dispararon primero al cielo como advertencia, después contra la gente.


Cayeron cientos al piso, Victoria lloró cuando vio a su padre tumbado. La procesión se paró con el silencio de la ciudad. Volvieron a dar varios tiros al aire, entre risas tontas. Victoria empezó a saltar fuerte con sus dos pies. La gente se lanzó a pararle, pero era tarde, nuevamente la ciudad se prendió como una orquesta. Hasta el temido escorpión negro movía la cola al ritmo de un tradicional Ataaba.


—Existir, es resistir —le dijo Omar a Victoria, mientras su sangre se regaba como centella asiática para cicatrizar las calles de la Ciudad Sagrada.


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