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Victoria, un recorrido en la Nakba

  • Foto del escritor: Christian Andrade Brito
    Christian Andrade Brito
  • 17 may
  • 4 Min. de lectura

Recuerdo que la abuela Suha guardó una de esas largas llaves de la casa en mi bolsillo. Pesaba tanto que el pantalón se me venía abajo. Cuando salimos apurados esa mañana del 30 de abril de 1948, me amarré una soga a la cintura para sostener el peso de la llave. Dicen que nunca sabes cuándo vas a tener que abandonar tu casa; sin embargo, nosotros nos habíamos preparado desde hace más de un año. En largas chales guardábamos la ropa, era lo único que se nos permitió llevarnos. Siempre nos repetían que si saliésemos de casa sería por un corto periodo de tiempo.


La abuela cercó los árboles de olivo con todo tipo de metales, hasta dejarlos a salvo. Por si las dudas, con mis hermanos, solíamos todas las mañanas guardarnos unas ramitas en los bolsillos del pantalón. Con los árboles de naranja no había mucho problema. Era marzo, ya habíamos cosechado, además, eran altos y fuertes. Me encantaba treparme para bajar naranjas y lanzarlas directo a la canasta. Eran tan jugosas que nos comíamos de un solo apretón de manos.


La alarma de nuestra aldea en Jaffa fue los estruendosos sonidos de las casas yéndose en picada contra el piso. Dicen que el grupo Irgún había planeado el ataque con semanas de anticipación, porque el bombardeo mediante morteros fue brutal. Lanzaron tantas granadas que las paredes de atrás no aguantaron. Ahí dormían mi abuela y mis hermanos. Yo por miedosa me quedé adelante con mis padres. Cuanto todo se derrumbó, mi padre intentó remover los escombros en medio de la oscuridad, pero fue inútil. Esperábamos que la luz del día nos dé esperanzas.


A las primeras horas de la mañana entró el grupo Irgún a punta de bayonetas. En fila abandonamos la aldea. Del cuarto de mis padres jalamos la alfombra vieja y empolvada para envolver algunas ropas que quedaron a la vista. Ni el miedo infundado anteriormente nos había sorprendido como aquella noche. Por meses habían lanzado folletos y perifonearon las aldeas para desahuciarnos. Pero solo el ataque despiadado nos expulsó de casa. No nos dio tiempo de despedirnos de mis hermanos ni de mi abuela.


Una manada de gente caminaba una tras otra. Nos arrinconaron a tal punto de que no pudimos ni regresar a ver los escombros en que habían convertido nuestra aldea. Cuando andábamos como prisioneros por el malecón la fuerza de la gente los empujó a que —con las maletas en mano y otros sobre sus cabezas— caminaran por la orilla del Mar Mediterráneo. Cuando papá lo hizo, lo seguí sin temor a mojar mis únicos zapatos. La marea vino alta, así que me percataba de que no se me vaya a escapar la llave que me había entregado mi abuela. Después volvimos al camino que se extendió por semanas.


Cuando el sol estuvo furioso, papá me regaló mi primera kufiya de color blanca y negra. Representaba el trabajo de campo que mi padre había realizado desde niño. Era larga y ligera. Mi madre me envolvió en la cabeza hasta cubrir mi cuello. Me fui ingeniando para taparme la boca y los ojos en los trayectos interminables rodeados de arena. En el peregrinaje, los ancianos fueron los primeros en romper fila. Entre lágrimas juraron que volverían a encontrarse con sus familias. La oleada de gente era tal, que tenían esperanzas de sumarse en la caminata de las siguientes aldeas.


Solo en nuestro pueblo Jaffa habíamos sido expulsados más de 30.000 personas, aquel 30 de marzo. El exilio no es fácil, más cuando sabes que tu destino nunca estará en un solo lugar. Caminábamos sin rumbo, algo que lo haríamos por el resto de nuestras vidas. Nunca imaginé que ser apátrida dentro de mi propia tierra se convertiría en una huella imborrable y en una lucha de resistencia que no permitiría descansos. Sobre los cuerpos de mi abuela y hermanos se construyeron los kibutz. Y lo único que me quedó fue una llave larga de metal que resignificaba la existencia de mi familia en esa aldea.


Cuando no hubo más camino que recorrer, aún mis pies temblaban. Me pedían seguir con el rumbo que solo un cuerpo en pena te exige. Mi madre pensó que perdí el habla durante la travesía que duró semanas. Escuchaba conversaciones ajenas, pero nunca me atreví a comentar. Cuando miraba hacia atrás era en búsqueda de mi abuela y mis hermanos. La promesa de que volveríamos a los pocos días a casa me daba esperanzas para sobrevivir a esos días largos de campamentos.


Cuando llegamos a Nablus, a la casa de la hermana de mi abuela, nos acomodamos en el patio. Los cuartos estaban llenos de familiares que habían llegado antes que nosotros. Cada cuarto se fue convirtiendo en la inscripción de una familia. El barrio de Askar se transformó rápidamente en un campamento de refugiados con la oleada de palestinos que llegaban de Jaffa, Haifa y Lod. Los meses pasaban y las casas de Askar se expandían sin mucha planificación.


A la semana que nosotros habíamos llegado, mi padre fue al campo a cosechar olivos. Era tierra seca, diferente a la que rodeaba nuestra casa en Jaffa. Aquí nunca faltaban los árboles viejos, que lucían cansados y escamosos. Mi padre me repetía que esos árboles son como nosotros, pues de alguna u otra manera prosperan. Cuando piensan que nos han vencido, no se dan cuenta de que hemos echado raíces tan profundas como los olivos. Estos árboles crecen donde el agua escasea, nosotros en cambio donde pareciera que la vida se agota. A mi padre le encantaba que le acompañe al campo. A veces arrancaba una rama y la describía con demasiada pasión y cautela, mientras yo arrastraba mis dedos por el envés de las hojas que se sentían como una densidad escamosa. Son fuertes, nacen opuestas, lanceoladas de formas puntiagudas, repetía.


Ahí viví por décadas. Fui testigo de cómo ese minúsculo lugar se llenó con palestino de todas partes. Dicen que llegamos a ser rápidamente 18.000 refugiados en el barrio de Askar. Parecía imposible que tantas personas hayamos cabido en ese lugar. Aprendí a defender con espíritu de barrio cada espacio de mi tierra. Me enamoré varias veces. Vi marcharse para siempre a mis padres. Participé de la Primera Intifada, sin miedo más que a perder la memoria de mi familia. Pero esa será una historia que les contaré en otra ocasión.

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